Docilidad al Espíritu Santo
El «Papa Bueno», como solía llamársele a Juan XXIII, dio el impulso necesario para que la Iglesia se renueve y pueda alzar su voz con mayor claridad en medio de un mundo que se construye cada vez más a espaldas de Dios.
Con todo, su más grande legado fue, sin duda, su santidad. Así lo hizo ver San Juan Pablo II en la homilía de la misa celebrada con ocasión del traslado de sus restos en el año 2001: «Quisiera subrayar de modo particular que el don más valioso que el Papa Juan XXIII ha dejado al pueblo de Dios es él mismo, es decir, su testimonio de santidad» (Solemnidad de Pentecostés – 3 de junio de 2001).
Angelo Giuseppe Roncalli, San Juan XXIII, nació en Sotto il Monte, Bérgamo, Lombardía (Italia) en 1881. Desde muy joven se sintió atraído por el servicio sacerdotal; ingresó al seminario y fue ordenado en 1904.
Durante la Segunda Guerra Mundial, siendo obispo, ayudó a salvar la vida de decenas de judíos perseguidos por los nazis, haciendo uso del llamado «visado de tránsito» de la Delegación Apostólica bajo su jurisdicción.
En 1953 fue creado Cardenal y a la muerte de Pío XII, en 1958, fue elegido Sumo Pontífice por el colegio cardenalicio. Con el transcurso del tiempo, se ganó el apelativo de «Papa Bueno», gracias a sus evidentes cualidades humanas: poseía un gran sentido del humor y un don de gentes muy singular. Le ayudó para ello su aspecto bonachón y su sonrisa perenne, características que dejaban entrever un alma deseosa de Cristo.
El mundo entero -en una época por demás convulsionada- se convirtió en testigo del esfuerzo del Papa por inspirar auténtica paz y confianza. Eran días de tensiones a todo nivel. Mientras algunos líderes mundiales convocaban al enfrentamiento, la violencia y la guerra, Juan XXIII enviaba señales totalmente opuestas: las gentes veían en él al pastor humilde, atento, sencillo, y, al mismo tiempo, decidido, valiente, activo.
Luz en tiempos de crisis y cambios profundos
Mientras los movimientos contraculturales e ideológicos alzaban las banderas de la subversión de los valores y los principios tradicionales, San Juan XXIII también hacía un poderoso llamado al cambio, pero sin desconocer la riqueza de lo humano, condensada en la tradición cristiana.
La Iglesia, gracias a su magisterio, se convirtió en una voz que era escuchada, en un faro que iluminaba las nuevas tinieblas que iban apareciendo y que aún hoy ensombrecen la vida en sociedad.
Juan XXIII marcó, además, el derrotero que seguirían los posteriores pontífices: el diálogo con la cultura secular, el ecumenismo y la búsqueda de la paz. Como parte de ese magisterio pontificio están las famosas encíclicas «Pacem in terris» (sobre la paz entre los pueblos) y «Mater et magistra» (en torno a la cuestión de los trabajadores).
El Concilio Vaticano II
En ese marco magisterial y misionero, de una Iglesia abierta al mundo para redimirlo en Cristo, San Juan XXIII quiso convocar un concilio. Su intención era poner a la Iglesia a tono con los nuevos tiempos en total fidelidad al Evangelio, pero renovada en su propuesta.
Así, el Papa Roncalli convocó el Concilio Vaticano II, inaugurado el 11 de octubre de 1962. Este fue inobjetablemente el mayor acontecimiento de la Iglesia durante el siglo XX, cuya proyección se extiende al nuevo milenio.
Con el correr de los años, los católicos nos hacemos cada vez más conscientes de lo oportuno del concilio, del Aggiornamento (actualización) que exigía el Espíritu para fortalecer a la Iglesia fundada por Jesucristo y potenciar su misión evangelizadora.
San Juan XXIII fue llamado a la Casa del Padre el 3 de junio de 1963. San Juan Pablo II -heredero y protector de la riqueza del Concilio- lo beatificó el año 2000 y el Papa Francisco lo canonizó el 27 de abril de 2014.
Fuente: ACI Prensa