San Aldo, eremita (Siglo VIII)
Aldo es un nombre muy difundido en la onomástica occidental, agradable y actual, quizá porque es corto, con solo dos sílabas. Deriva del adjetivo lombardo ald que significa “viejo”, como el alemán alt y el inglés old. Por tanto, Aldo indica “anciano”, “hombre maduro”.
Este nombre aparece en la obra monumental de los Acta sanctorum (Los Hechos de los santos) de los bolandistas –el célebre grupo de jesuitas belgas, estudiosos de la hagiografía-, quienes han valorado cuidadosamente todo el material documental.
Sabemos de esa manera, que Aldo fue un eremita, que vivió en el siglo VIII y que pasó sus días en el célebre monasterio de Bobbio, fundado por san Columbano, con el favor del rey Agilulfo.
Columbano es el gran santo irlandés que trajo, desde la natal “isla bárbara” transformada en “isla de los santos” por la adhesión al mensaje de Cristo, un viento primaveral de nueva espiritualidad a la vieja Europa.
La vida en los cenobios de san Columbano se sitúa a mitad de camino entre la experiencia eremítica oriental y la organización monástica de san Benito: los monjes irlandeses hacían vida común como los benedictinos y, como estos, se aplicaban a trabajos manuales, hombro a hombro, con las gentes del lugar.
En estos usos tiene origen la antigua tradición que presenta a san Aldo como eremita, pero también, como un hombre de manos callosas y de rostro ennegrecido, como un trabajador más entre los carboneros de los alrededores de Bobbio, al punto de dar su nombre a Carbonaria, en la provincia de Pavía, en un tiempo capital del reino de los Longobardos.
Aldo, un santo eremita que compartió la dureza de la vida y del trabajo, se convirtió, así, en el consejero, en el amigo y en el maestro de todo un pueblo y de toda una época. Su cuerpo está sepultado en Pavía en la basílica de San Miguel.
Hoy también se recuerda a san Domiciano.
Departamento de Pastoral de Radio Cáritas Universidad Católica