La festividad de Santa María Reina de los Cielos y la Tierra fue establecida por el Papa Pío XII en 1954 a través de la encíclica “Ad Caeli Reginam”, que exaltó a María no solo como Madre de Dios, sino también por su papel en la redención como asociada a Cristo. Inicialmente celebrada el 31 de mayo, la fecha fue trasladada al 22 de agosto después del Concilio Vaticano II y se convirtió en una “memoria obligatoria”.
María cumplió un papel importante en el plan divino: como Madre de Dios, ella dio a luz al Salvador, y como asociada a Cristo, contribuyó de manera significativa al cumplimiento del plan de salvación para la humanidad.
Desde el momento de la Anunciación, María aceptó con fe y obediencia la voluntad divina, al consentir ser la madre del Salvador. En la cruz, María estuvo presente y sufrió con su Hijo, compartiendo su sufrimiento y participando en la redención de la humanidad.
De esta manera, María no solo fue testigo del sacrificio redentor de Cristo, sino que, en un sentido espiritual, colaboró con él en la obra de la salvación, siendo una co-redentora en el sentido de que su aceptación y sufrimiento estuvieron unidos al sacrificio de Cristo.