“Los santos no necesitan de nuestros honores, ni de nuestro culto, porque cuando los honramos, en el fondo, lo hacemos para nuestro beneficio y no para el de ellos […]”: esta es la advertencia severa de san Bernardo para una fiesta que, además de ser la celebración de cuantos viven en la gloria del Señor, es, sobre todo, “nuestra fiesta”.

Podemos decir que es la fiesta de nosotros, los peregrinos, en camino hacia el cielo. Es una memoria celebrada en el siglo IV en Antioquía, en el primer domingo después de Pentecostés y adoptada en Roma por el Papa Bonifacio IV, quien el 13 de mayo del 609 transforma el Panteón, dedicado a los dioses del antiguo Olimpo (donde, justamente el 13 de mayo, se hacía descender, desde el lucernario, una lluvia de rosas rojas), en una iglesia, en honor de la Virgen y de todos los santos.

La fecha se pasó, luego, definitivamente, para el 1 de noviembre, bajo el pontificado de Gregorio IV, en época de otoño, período en que era más fácil colectar alimentos para los numerosos peregrinos, quienes, después de los trabajos de verano, se acercaban a la ciudad de los mártires.

Hoy no es solo la fiesta de los santos, que han alcanzado la gloria de los altares. Es la fiesta de aquellos anónimos que atraviesan el río del tiempo y desembocan en la otra orilla: son los padres y las madres, los hermanos y las hermanas, los amigos y los conocidos, que han vivido antes que nosotros y que nos han amado.

Son santos de todos los tiempos. Son los santos de hoy, que ven las mismas cosas que nosotros, envueltos en los mismos acontecimientos. Porque los santos no crecen en el paraíso, sino aquí, en la tierra. Su mundo es el polvo, el asfalto y el cemento que pisan nuestros mismos pies.

Son los pobres, los humildes, los puros de corazón, los misericordiosos, los que buscan la paz, los que tienen hambre y sed de justicia, los perseguidos. Son todos aquellos que, por calumnia, maledicencia u ofensa pública, se convierten en víctimas inocentes e indefensas.

 

“La santidad no consiste en tal o cual práctica, sino en una disposición del corazón –del alma. Que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios conscientes de nuestra nada y confiados hasta la audacia en la bondad del Padre”.  Santa Teresa de Lisieux

 

Departamento de Pastoral de Radio Cáritas Universidad Católica